Tendría cuatro años cuando llegó la energía eléctrica y la abuela lo celebró comprándose un refrigerador.
Con el refrigerador lo primero que hizo fue unos helados para mí, mis hermanas y los chicos de las casitas de cerca. Le quedaron tan bien que pensó en montarse una venta de helados.
La venta empezó y con el tiempo siempre se le escuchó decir que esta dejaba poco o que se cerraba el día con números rojos.
La abuela no sabía leer y escribir, pero sabía de números y cuentas, lo que podía verse en sus otros negocios, en los que siempre le iba bien: las vacas, el queso, el maíz y los demás etcéteras que sembraba.
Y fue pasar un día entero con ella para conocer su plan de negocio, el cual iba así: llegaban los chicos en dos, tres o más. Iban por un helado y la abuela les daba tres o cuatro, punto que justificaba con un “les puede dar armonía a los otros y no les alcanza”. (Armonía: palabra que usaba para referirse a antojo).
Así todas las tardes, los chicos repetían su paso por la casa de la abuela y el negocio de los helados se mantuvo, cerrando siempre en números rojos, pero la abuela supo cómo mantenerlo a flote, hasta que un día su cuerpo le jugó una mala pasada y antes de irse de hospitales dijó, –esperarme que ya vuelvo-. Y volvió, pero en una caja.
Ese día en el pueblo no lloraron sólo los adultos, los chicos también acompañaron en llanto.
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Tendría seis años cuando los caminos para carro/auto/coche, llegaron a otros sitios más allá de la casa de la abuela.
Una noche la tía Marcos hablando con mi papá soltó un “No puedo morir sin llegar estrenar el camino que llega a mi casa”.
Al día siguiente mi viejo arranca su camión Ford de los 70`s y de copiloto la tía Marcos. Y allí los dos en ese viaje de 150 metros, mi viejo yendo y la tía volviendo, mi viejo silbando y la tía llorando.
Los dos allí con ese estallido por dentro, ese que se siente cuando se hace algo por primera vez.
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Pasamos muchas tardes allí, bajo un árbol de ciruela que siempre tenía ciruelas, o escondidos en un trigal o maizal o buscando ardillas, o solo viendo el sol esconderse detrás del volcán Tajumulco.
Todo parecía gigante y hoy todo es chico.
El árbol de ciruelas ya no está, pero allí está el pueblo, con su polvo o su lluvia y con sus casas abandonadas.Pero manteniéndose firme, como el deseo de volver que tienen todos los que tuvieron que salir y que algunas noches antes de dormir, son asaltados por el recuerdo de que en algún momento vivieron allí siendo tan felices con tan poco.
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El Edén Palestina de Los Altos, Quetzaltenango.